
REPERTORIO FOTOGRÁFICO DE LOS MONUMENTOS DESTRUÍDOS DURANTE LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL
DOCUMENTOS RECOPILADOS Y COMENTADOS POR HENRY LA FARGE
INTRODUCCIÓN DE JUAN ESTELRICH
EDITORIAL SEIX BARRAL, S.A.
BARCELONA
1950
Introducción
Este es un museo de horrores: la belleza que los hombres crearon para su gozo perenne, destruida por los hombres y para siempre. Ved ahí todos los aspectos de la destrucción: llagas ahora abiertas y resecas, sin la sangre regeneradora, en medio de las campiñas o en los cuerpos urbanos; llagas en la ciudad secular de los hombres; llagas que se reflejan en el cielo como sombras inmensas y polvorientas, rasgando el cielo inútilmente, pues el cielo se mantiene sereno, impasible; sobrecoge el ánimo ese silencio etéreo sobre la desolación y la ruina. Es una visión más inhumana todavía que la bíblica, y profética, y dura, visión de Ezequiel: la caravana infinita de los huesos calcinados bajo el sol del desierto, que aquí son muros hendidos, columnas tronchadas, bóvedas horadadas, estatuas torturadas, paños de pinturas requemadas por la explosión rápida y certera. Esta cortina de polvo y cenizas se levanta como una barrera entre nosotros y nuestro gozo, dejándonos impotentes en el más acá de la pena inconsolable. Contra esta frontera se estrella, salta en añicos, el pensamiento. Verdades, altos conceptos, leyes morales ricas hipótesis, reglas mentales, se rinden aquí, sucumben aquí, al pie de este paredón, límite del exterminio. Sólo estupor producen de pronto ese ambiente y esos horizontes de ruinas corpóreas, símbolo patente de otras ruinas ideológicas y morales. Siniestra luz, paralizadora, ilumina las entrañas sin savia, enjutas y rígidas, de las obras muertas, de las obras y monumentos asesinados bajo el día radiante, a la luna cómplice, o el amanecer lívido.
Todo esto, aquí reunido en imágenes, atestigua la horrenda fealdad del acto destructor; fealdad del acto que se transmite como una maldición al objeto destruido. Montón de fealdades. Pues es fea toda mutilación que rompe la estructura armónica y los ritmos, tanto de los seres vivientes, criaturas de Dios, como de las obras, vivientes en su belleza, forjadas por el genio del hombre. Donde hubo belleza, me diréis, queda belleza: un tarso de Venus o de titán; las columnas, erguidas o truncadas, de un templo antiguo; unas ojivas cubiertas de yedra, últimos vestigios de una abadía medieval… Cierto; todo esto es belleza, tiene un encanto sutil, habla a los ojos y al sentimiento. Perdura en el torso la armonía nativa. Columnas y ojivas adquirieron nuevo prestigio: el que confiere el tiempo, la poesía de las ruinas. Poesía melancólica que no es la belleza de las creaciones íntegras, que no trae las significaciones de la obra viva, completa. Sin duda, cuando pasen las edades, de esas ruinas de hoy, con la cooperación de la naturaleza que hace brotar flores entre los escombros, nacerá una cierta poesía… Ahora, la ruina no es más que ruina, manchada de fealdad, contaminada de furia atroz: cadáver que cedió a la deformación producida por el acontecimiento. Los rastros de la edad, de la enfermedad, del sufrimiento y de la tortura, son tal vez patéticas; no son bellos. No son bellos los signos del acontecer sobre los rostros; son sólo historia. No es bella la experiencia; es sólo sabiduría. Lo inmutable, lo imperturbable de la belleza se ve aquí vencido por la mutabilidad, por la perturbación del acontecimiento. Claro que un anciano puede ser bello; a condición de que su forma viva se haya tranquilizado, detenido, tomado la eternidad de la estatua.
Sin embargo, sin embargo… El pensamiento, tras el estupor, no puede permanecer mucho tiempo en parálisis, callado. Ha de intentar comprender; es su misión. Y ¿en qué consiste comprender? Consiste, entre otras cosas, en reducir la incoherencia que los hechos llevan consigo; en traducir a coherencia intelectual las incoherencias de la vida. Por de pronto, al considerar los exterminios que jalonan el curso de la humanidad, el pensamiento se siente invadido por el pesimismo. De ahí sale todo Spengler y su doctrina de catástrofe; de ahí Toynbee, con unas conclusiones más esperanzadoras, pero con un parecido fatalismo en el meollo. ¿Nos va a extrañar que los desastres reiterados engendren pensamientos sin ilusión? No es sólo que se acabe por creer que todo ha de concluir mal irremisiblemente; es que ya, de momento, el montón de ruinas intercepta el camino del futuro, obscurece las rutas posibles, cambia las direcciones. Aparece como aniquilada la cultura de una sociedad. ¿Cómo acceder a otra? ¿Cómo transponernos más allá? Precisa decir algo. Lo que se diga no será posiblemente lo que debería decirse. Pero ¿es que alguna vez se ha acertado a decir lo que debía decirse? Sea como sea, debe decirse algo. Decir algo es ya salir del estupor, empezar a desprenderse de la angustia paralizante. Ruda faena la del pensador, obligado primero a despejar heroicamente los nubarrones del pánico. Pero no se es pensador si no se es capaz de esa limpieza previa y si, después, no se aviene a soportar cualquier pensamiento, el que sea. En el terremoto, la vida se salva sola. ¡La vida! Ya volverá sin tardanza por sus fueros; no necesita alicientes. Las ideas, la belleza, los valores; ésos, en cambio, no se salvan solos; hay que acudir en su ayuda. La traición del clérigo se inicia cuando abandona la idea para aplaudir míseramente el hecho triunfante. Pensar, pues. Pensar con rigor, aunque no ignoramos cuán penoso es, cuán a menudo peligroso, cuán a veces imposible. Lo que no está permitido al pensamiento es la contemplación aterida, inmóvil; lo que no está permitido es el soborno del silencio.
En el plano de la, naturaleza, la destrucción es la norma; la devoración universal es la ley. Todo choca, todo se desmorona, todo perece, todo se va, todo está destinado a la muerte. Lo advirtieron los hombres, griegos y hebreos, apenas se pusieron a pensar. Destrucciones de obras y exterminios de gentes: todo ello ha sido, ahora y siempre, demasiado natural. Sobra de naturalidad y deficiencia de sobrenaturalidad. Contra el espanto no hay guerrero más eficaz que el espíritu. La destrucción concuerda con la manera de ser del universo; expresa el universo. Locos seríamos si lo olvidásemos; locos y más desgraciados todavía. Cuidado, no obstante. Si así son las cosas ¿tiene sentido que profiramos acusaciones, formulemos juicios, exijamos responsabilidades, apliquemos castigos? Sí, tiene sentido. Lo tiene porque el hombre no es sólo naturaleza; es algo más, ese algo que le hace responsable. No están muy definidas las fronteras entre lo natural, lo fatal, y lo humano, lo libre; en otras palabras, entre el reino de la naturaleza, sin conciencia, y el reino del espíritu, dotado de conciencia y albedrío. Sabemos a qué atenernos, sin embargo. Y, en el caso que nos ocupa, si concedemos una gran parte a la desgracia, existe otra parte que no era fatal, que no era necesaria: la parte cuya responsabilidad incumbe al hombre, animal excesivo, cuyas furias van más lejos que la necesidad natural.
En el plano del hombre, la destrucción aparece como uno de los aspectos más salientes de la Historia. Pero, así como en la naturaleza la destrucción obedece a una especie de condición fundamental, de ley intrínseca, en la Historia la destrucción es acto voluntario de los hombres derivado de sus luchas entre sí. Para vivir, el pez gordo se ha de comer al pequeño, el gavilán ha de atacar a la paloma. Para que el hombre viva, ha de alimentarse con la vida de otros seres y ha de luchar constantemente; ninguna necesidad le obliga, empero, a destruir una catedral, a arrasar un museo, a incendiar un tesoro literario. No obstante, ha cometido siempre estos desmanes desde que hay cultura, desde que existen valores de civilización. Ha destruido las creaciones, los valores del enemigo, porque eran del enemigo. Y ha destruido los propios; a lo heroico, porque no cayeran en manos del enemigo, a lo revolucionario, porque quería renovarlos o substituirlos. Todo ello parece obedecer a un instinto de mutación, sito en la entraña misma del ser humano. Cambian los ideales, las modas, los estilos, las instituciones, los poderes. Cambian los amos, cuento viejo. El instinto de mutación se contrabalancea con el instinto de conservación. Con lo mudable y con lo inmutable, con lo inestable y con lo estable, amasa el hombre su destino terreno. Sopla el espíritu; surgen culturas, la civilización se enriquece. Decae su soplo; sobrevienen bizantinismos, decadencias. En vez de soplar, resuelve su respiro en torbellino; la época se destruye a sí misma, hundiendo ideales, creencias, instituciones y arte. Con la Historia a merced de su albedrío, el espíritu, que es siempre libertad, para el bien o para el mal, para el bien de unos y el mal de otros, va soplando con mayor o menor fuerza; sin cesar. ¿Sopla a sus anchas? ¿Sopla por donde quiere y como quiere? Soplará indefinidamente, por donde pueda y como pueda. Soplará sobre una materia humana que debe, primero, alimentarse, reproducirse, trabajar y combatir. Soplará con esta materia, sobre esta materia y contra esta materia. Andará de acuerdo con la justicia humana, salida del fondo humano natural, o en desacuerdo con ella, por aspirar a otro tipo de justicia. La naturaleza humana tiene sus raíces en la prehistoria; el espíritu marcha hacia la posthistoria. ¿Emanó el espíritu de la materia?. No me interesa discutirlo ahora. Me interesa registrar este hecho incontrovertible: el esfuerzo constante del espíritu para desprenderse de la materia o para dominarla.
Por eso la historia del espíritu, la pura historia del arte y del pensamiento, se nos aparece como un himno de prodigiosas y renovadas victorias, como un cántico divino, escrito con rayos de luz libertadora, redentora, creadora y recreadora. Y la historia real, la de los actos y los hechos materiales, como una epopeya descomunal y titánica, escrita can sangre de inagotables venas; como la vida misma en sus formas más voraces y crueles: un caos de choques, de convulsiones, de cataclismos, de destrucciones sin número, entreverado de arterias dolorosas. Esa es la humanidad desde sus principios; metida en un valle de lágrimas y horrores, sin lograr no ya evadirse de tan lúgubre prisión, ni siquiera conseguir aposentarse en las cimas que la rodean, coronadas de luz ultraterrestre. Las guerras clásicas la de los titanes en pugna con el Olimpo, las guerras entre Oriente y Occidente (la de Troya y las médicas), las guerras civiles (las del Peloponeso) , han estallado siempre, se han repetido siempre, sin que lograran nunca evitarlas, ni aminorar su horror, la sensatez de los hombres superiores ni las predicaciones de apóstoles y profetas; no digamos ya la previsión de los políticos, a quienes Némesis sorprende siempre, les coge siempre de improvisto. ¿Saldrá algún día la humanidad de esta caverna atroz? A ello se encaminan los proyectos, por ahora siempre fracasados, de paz universal y perpetua. ¿Podremos llegar a dominar esa Historia que hacemos nosotros mismos, que es nosotros mismos y que sobrepasa casi siempre el alcance de nuestras intenciones?. Los vastos movimientos de la Historia parecen estar, en efecto, muy por encima de nuestros designios; mientras sobre esto no tengamos mayores certezas, el creyente recurrirá a la Providencia, y los demás a esas divinidades sin rostro que se llaman el hado, la suerte, el destino: divinidades cuya fisonomía dibuja cada cual según le vaya en la feria de la Historia. A los europeos la suerte nos ha salido, en estos últimos tiempos, hosca, hostil y malvada.
Lector que hojeas estas imágenes, estás leyendo la Historia. Este calvario de las obras de arte resume y simboliza patéticamente la crucifixión de todos los demás valores. Lee, lector; no seas negligente en la lectura. Lo que menos importa es que te instruyas sobre el pasado, pues la vida sólo tiene miradas hacia el porvenir. Lee, porque leyendo te instruirás sobre ti mismo. Lee, porque leyendo forjarás el porvenir. No te arredre tu impotencia, ni intentes adivinar. Basta con que notes en ti mismo el prurito inquisitivo; prurito que se ensanchará hasta el ansia de interrogación; incluso una especie de dicha extraña se te concederá por añadidura. Dominado o dominador, reconocerás ahí un poder inexplicable. Estas imágenes representan dioses caídos, dioses que la violencia despeñó de sus tronos y altares, disolviendo su magia en ceniza y polvo. Tu miedo, tu respeto y tu amor asisten a su ruina.
Que si nos pusiéramos a imaginar la consecución de la paz, de la concordia permanente, cuando a fuerza de suprimir pasiones hubiéramos conseguido eliminar la discordia nos encontraríamos en el desierto. El desierto, que, como dijo el otro, es Dios sin los hombres. Esta es nuestra paz: nuestro desierto. Como, si nos empeñásemos en la justicia social, ésta es nuestra justicia: la pobreza general. ¿Qué le vamos a hacer? La ganancia y la gloria lavan la fatiga y la sangre. Bajo la existencia asegurada perecerían las virtudes; por lo cual no ha de maravillarnos que en el edén comunista no se aprecie más virtud que la de la producción intensiva; que es la fatiga en bruto, sin limpieza. Guardémonos, pues, de cualquier casta de creencia que nos quitara la querencia. En la ausencia del querer, no hay ser, ni hay haber, ni hay pensar. Pues el pensar es pesar y presupone el dudar, acto castigadísimo en los paraísos de aquiescencia o muerte.
¡Si, por lo menos, en las guerras no interviniese el espíritu, y fueran meras comprobaciones de fuerza, para dirimir, según los resultados, meras cuestiones de intereses materiales! Pero se mete en ellas el espíritu; y todas las cosas del espíritu se ponen en peligro, sufren y salen maltrechas de la contienda. Todas las guerras son brutales; pero, si en ellas se enfrentan ideales de raza, religión, cultura o concepción del mundo, éstas son las más salvajes. La paz del espíritu resulta ser entonces el supremo contrasentido. Puesto que se apunta a lo absoluto, no se respeta nada. ¿Quién no tiene razón? ¿Quién no posee su verdad? ¡Si nos limitásemos a comprender las razones y las verdades! Mas, razones y verdades luchan también, como los dioses y las diosas antiguos, al lado de los guerreros. El espíritu no es ajeno a nuestras contiendas. Ni llevemos nuestra hipocresía a llenarnos enfáticamente la boca apellidando la propia guerra, no la del adversario, «guerra del derecho». Viejo invento. Desde los tiempos bíblicos todas las guerras fueron guerras más o menos santas: «guerras del derecho». (¿Por qué no guerras del espíritu, que también es conquistador?) Guerras, por lo tanto, sin tregua ni perdón. Si el derecho está con nosotros ¿por qué respetar al enemigo? El enemigo no puede ser más que un criminal. Criminal peligrosísimo, pues también alega su derecho. Lo que contribuye a enfurecernos más, a ser totalmente implacables. A la postre, no acaba por triunfar ningún derecho; los resultados de la guerra son siempre distintos de los motivos y objetivos que se dieron al desencadenarla o al entrar en ella; incluso, con la borrachera de la victoria se pierde la noción de que el derecho acabaría por triunfar: el derecho coincide entonces con el máximo de lo que el vencedor puede tomar para sí. En el ejercicio del furor, el hombre va excitándose cada vez más. Hasta mostrarse como el único animal capaz de la propia exterminación. «Si el desarrollo técnico escribía Jaspers años atrás permitiese la destrucción de toda la existencia humana, no hay duda que se llegaría a esta meta. Ya estamos en ello. Se inventó la bomba atómica y se irá generalizando su posesión. Hemos inaugurado una nueva era en las luchas entre las sociedades humanas. La línea del progreso ¿coincidirá con la vía triunfal de las fuerzas destructivas? La guerra cambia a los hombres. Eso dicen. Y yo digo que la experiencia no sirve de nada, pues la experiencia ahoga y anula a la experiencia.
La Historia, en suma, viene a ser una continuidad de tradiciones y revoluciones, de permanencias y mutaciones, de conservación y cambio, de construcción y destrucción. Hay escasos períodos en que no se advierta la labor erosiva. Las mejores períodos son los creadores, los constructivas; a ésos les llamamos «grandes siglos», el de Péricles, el de Augusto, el del Renacimiento, el de, Luis XIV. Nuestro siglo va resultando excesivamente destructor. Ya lo escribí años atrás. Al modo de todas las épocas catastróficas, la nuestra ha buscada la monumentalidad en lo desmesurado, lo efectista, lo violento, lo atroz. Y como no puede haber monumento sin regla, ni proporción, la época no ha construido monumentos. Ha destruido, eso sí, los de épocas más felices; y ha llenado la capa terrestre de ruinas: inmensas, colosales, ensangrentadas, sin número. ¿Qué no habremos visto? Saqueos, incendios, trituración de ciudades, asolamientos de regiones enteras, más las matanzas a millones, las cárceles, las torturas, los campamentos de aniquilación, y su secuela de injusticias, de cobardías, de infidelidades, de humillaciones y de traiciones. El hombre civilizado llegó a figurarse que había ya vencido la esclavitud, la intolerancia, el fanatismo. ¡Tristísima ilusión! Ese civilizado volvía a extirpar a los individuos y colectividades de raza adversa, a esclavizar a pueblos enteros, a expulsarlos de sus territorios, a condenarlos a la miseria, al hambre, a la muerte. El civilizado sabía aplastar como nunca se aplastó. Con la radio, la química, la física, la mecánica, la medicina, la psicología y otras ciencias aplastaba gentes, urbes y almas.
Tales eran las espantosas novedades del mundo actual, que tomábamos como consecuencias lógicas de otras novedades en el propio ser humano. El valor del alma se había ido depreciando; la personalidad se había ido ahogando en el océano de la cantidad, substituyéndose el «material humano» a la persona; apenas se distinguían entre sí el vicio y la virtud; la muerte perdía importancia y con ella la inmortalidad; la idea de eternidad se echaba al desván de los trastos viejos, anacrónicos e inservibles. Paul Valéry y otros vigías de parecido temple registraban estos testimonios del gran cambio en el hombre de todas las edades. La concepción mecanicista de nuestro tiempo tenía que desembocar fatalmente en el esfumamiento de toda forma, de todo valor, de toda finalidad. La civilización, volviéndose estrictamente económica, sólo atendería a la producción, a los negocios, a la matemática, a la estadística. Formidable subversión, a partir de la cual debíamos esperar la deshumanización del arte, la evaporación de la poesía, la supresión de la metafísica, la muerte de la religión. Los monumentos reducidos a escombros manifestarían elocuentemente el sentido de los nuevos tiempos. Ahora bien; en el fondo, no hay tanta novedad como parece. No es la primera vez que el espíritu empuja el carro victorioso de la riqueza y de la conquista; no es la primera vez que el arte y sus varias creaciones sucumben bajo el fuego exterminador; no es la primera vez que se confunden pujanza y valor, pertinaz error de los débiles humanos; no es la primera vez que se ven machacadas razas enteras, culturas fecundas; no es la primera vez que el hombre decide ser exclusivamente mortal y al mismo tiempo insensible a la muerte.
No vamos a negar todo lo contrario el retroceso de la moral coincidiendo con los progresos de la ciencia. La mecánica, la física y la química nos amenazan ya más que las iras naturales: los terremotos, los diluvios, los ciclones. ¿Podemos justificar nuestras furias? Con motivos honorables cometemos actos funestos. Las razones del destructor no son todas decididamente malas. La maldad de los hombres es también sino y desgracia. La furia agresiva provoca la furia vengativa. Y ya volvemos a encontrarnos en otro círculo vicioso; a la desmedida sigue una desmedida mayor; la venganza quita razón al vengador; el castigo excesivo disminuye la culpa del culpable; al suprimirse la piedad, se suprime la redención.
¿Qué hacer? ¿Desesperar de la cultura? Al revés. Agarrarnos a ella, como cifra suma de las más altas conquistas del hombre. Establecer, por medio de ella, la jerarquía de nuestras veneraciones insobornables. El anhelo de la gran tempestad devastadora no pasa de ser un falaz error revolucionario; las cosas vivas, y entre ellas las que viven por su belleza, para solaz y encanto de los hombres, aspiran irrevocablemente a la conservación.
Por esto ante la aniquilación de la obra de arte -cosa única, valor único, irreemplazable milagro que sólo una vez y no más se cumple-, sentimos como una disminución de nuestra humanidad. Pues el arte es tradición viviente, sensación de comunidad, mensaje de lo invisible: cultura del alma, en suma. Por medio del arte el hombre da su forma personal y testifica al mismo tiempo a favor de la sociedad. Esta obra de piedra, ahora desmoronada, fue una tarea colectiva, plena de significaciones, realidad y emblema de la existencia cooperativa. Cuando la aplastó, el pensamiento colérico anuló una parte de espíritu humano común y comunal. Todo el arte de Occidente es cristiano o griego cristianizado. Se vio en el Calvario a la justicia crucificada; hemos visto ahora en toda Europa a la Belleza crucificada.
Todos vivimos ahora en las rápidas laderas de un Strómboli que abarca todo el planeta. Nos rodea el peligro indeterminado, peor que la guerra, moralmente. Conocemos la miseria generalizada y organizada. El mundo entero huele a tierra quemada. ¿Desesperaremos? Por suerte, la decepción, el descontento lleva consigo virtudes propulsoras; el mal trágico origina avances creadores. Si, este infierno ha sido obra nuestra, obra nuestra fue también la belleza que destruímos. La vida, por encima del infierno, es bella. No se ha extinguido la iniciativa; el Logos continuará dotándonos de las energías que elevan y salvan.
JUAN ESTELRICH
Este volumen se ha podido publicar gracias a la colaboración de un gran número de personas y organizaciones que han facilitado documentos fotográficos y precisas informaciones.
La mayor parte del material que contiene procede de los informes redactados por los oficiales de las secciones de Monumentos y Bellas Artes de los ejércitos americano e inglés. Estos documentos proporcionan las más exactas y detalladas informaciones acerca de lo que se ha destruido en la región sometida a cada uno de aquellos ejércitos.
El autor da las gracias más efusivas a aquellos oficiales y a la Comisión Roberts (American Commission for the Protection and Salvage of Artistic and Historic Monuments in War Areas), por haber puesto a su disposición los mencionados informes, y agradece particularmente su eficaz colaboración a los señores Charles H. Sawyer, secretario de la Comisión, y William L. M. Burke.
El mayor Bancel La Farge, del Gobierno Militar de Alemania, ha prestado también un servicio considerable al autor ayudándole a obtener las fotografías de Alemania.
Por otra parte, el autor desea expresar su gratitud a las siguientes personalidades: Signor Vittorio Ivella, agregado cultural de la embajada de Italia en Washington, y profesor Rufus Morey, agregado cultural de la embajada de los Estados Unidos en Roma, por el préstamo de las fotografías del Gobierno italiano; doctor Richard Offner, del Instituto de Bellas Artes de la Universidad de Nueva York, por sus excelentes consejos y el envío constante de documentos; profesor Ernest T. De Wald, de Princeton, por haber revisado la sección italiana del volumen; Mr. Horace Jayne, subdirector del «Metropolitan Museum of Art», y Mr. Arthur Pope, director interino del «Fogg Museum of Art», por haber puesto a su disposición la documentación de las mencionadas instituciones; Mr. Cecil Farthering del «National Buildings Record», de Londres, y Mr. Perchet, director del Servicio de Arquitectura de París, por su preciosa colaboración.
El autor da igualmente las gracias a cuantos le han ayudado en la realización de este libro y en particular a las siguientes personalidades: Mr. J. L. N. O’Loughlin y Mrs. Penelope Ward, de los Servicios de Información Británicos; Miss Helen Roeder, de Londres, Mr. M. M. Lourens, del Servicio de Información Holandés; Mr. Stanislaus Centkiewicz, editor de la «Polish Review»; profesor Kenneth J. Conant, de la Universidad de Harward; Mr. Lamont Moore, de la «National Gallery of Art»; Miss Alice Franklin, del «Metropolitan Museum of Art» ; Sig. Girolamo Vitelli, cónsul de Italia en Nueva York; profesor Rensselaer W. Lee, de la Universidad de Princeton; Mrs. Corliss Lamont, del «National Council for American Soviet Friendship»; Mr. Alexander Portnoff, del «American-Russian Institute», de Filadelfia; Mr. Stephen Vickers, de Cambridge; Miss Sylvia Széchenyi, de Washington, D. C.; el sargento Cordon Chadwick, del ejército americano.
Los señores William B. Van Nortwick, James J. Rorimer, Frederick Hartt y Perry Cott, ex oficiales del ejército americano, sección de Bellas Artes, han prestado también su ayuda al autor, a su regreso de Europa, en forma de informaciones, documentos fotográficos y consejos.
El autor expresa también su sincero agradecimiento al doctor Guido Schoenberger, de la Universidad de Nueva York, por su eficaz colaboración y la redacción del texto acerca de los monumentos alemanes; Mlle. Hélène Barland, por haber prestado su colaboración en la redacción del texto relativo a los monumentos franceses; la señora Irena Piotrowska, por el texto de la sección polaca, y la señora Vera R. Ostoia, por el de la sección rusa.
El autor debe varios documentos fotográficos a la colaboración de las siguientes instituciones: «American Council of Learned Societies», «American-Russian Institute», de Filadelfia; «Avery Library», de la Universidad de Columbia; «Brooklyn Museum» (Colección Goodyear) ; «Fogg Museum of Art»; «Germanic Museum», de la Universidad de Harward; «Institute of Fine Arts», de la Universidad de Nueva York; Colección A. Kingsley Porter; «Metropolitan Museum of Art»; «Ministerio della Pubblica Istruzione», de Roma; «Kunsthistorisches Museum», de Viena, y «Gallery of Fine Arts», de la Universidad de Yale.